Entre montañas de ambición y paisajes nublados de pobreza, nació un día un hombre con una cierta peculiaridad, una habilidad de afrontar las situaciones, de visualizar la vida.
Vivía en sociedad por obligación, pero él tenia presente la existencia de un espacio, que le permitía desaparecer de todo y cerrarse para digerir y masticar los problemas y adversidades. El mundo exterior era muy frío, un constante invierno, donde nada ni nadie se preocupa para dar calor a los demás y el egoísmo se apodera de cada individuo en busca de cobijo. No era el más rico, ni mucho menos, pero a pesar de no tener los círculos del capitalismo, era rico como persona única. Poseía la paz interna, su bienestar con él mismo y la felicidad. Cada mañana, con el humo bailando todavía sobre las ascuas moribundas, se cargaba de valentía y salía de casa para cumplir los propósitos diarios. Viviendo al límite y sin saber que le depara el curso del día ni si quiera la misma vida, viviendo sin más, sin miedo a nada.
En el bosque artificial dónde vivía, siempre había leña, en poca o gran cantidad, también había el día en que no había nada, esta leña también se podía llamar: errores, problemas, rabia, celos, angustia, tristeza, defectos...
El leñador, cuando venía cargado de leña a casa, con su saco de troncos en algún lugar de su cabeza, lo vaciaba y lo encendía, observando como lentamente se iba avivando el fuego. Pensando en como de rápido se consumen todas estas preocupaciones, pensando y al mismo tiempo olvidando mientras este fuego daba calor. En la oscuridad necesitas esa luz y calor, afrontar el frío oscuro que llevas dentro para sobrevivir. Así pues, intercambiaba los problemas, por seguridad y una mejor visión de las cosas, así mejorando y acomodándose a la vida.
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